De las tantas ocupaciones habidas en este roto mundo tiene uno que ser muy amargo para elegir, o caer, en la más fastidiosa, pero, así suele ser en casi todos los casos. Y como muestra de eso hay varios botones, se sabe de la situación en que alguien termina siendo vendedor de pescados cuando lo que quisiera en realidad es ser uno de esos intrépidos pescadores de botecito en mar, o los casos en que uno acaba siendo cajero de banco cuando la meta era tocar rocanrroles hasta morir. Y ni hablar de los casos en que muchos amigos ven pasar su vida escribiendo memorandos, balances y remitos cuando alguna vez juraron dedicar su vida a recorrer Latinoamérica ayudando a los nativos y combatiendo al invasor.
Igual de perdidos por la inhabilidad de saber elegir bien, están quienes intentaron ser grandes influyentes en el pensamiento de la sociedad, pero como ni siquiera tienen imaginación, apenas acabaron conduciendo un desolador programa de radio o escribiendo una penosa columna en un diario de pueblo.
Que de los quehaceres divertidos siempre sea otro el que se encargue no es nuevo, por eso es que hay quién mira con envidia al instructor de gimnasia a domicilio que visita todas las mañanas a las nueve a la morocha que vive en el cientocuatro de la calle Cortázar, y con rabia al que se hizo rico vendiendo maní azucarado en la parada de la plaza central.
Tal vez se deba este desencuentro ocupacional a que de las actividades desanimadas, mal pagadas y cansadoras no es tan difícil hacerse cargo. No cuestan tanto esfuerzo hallarlas y no hay que romperse tanto la cabeza pensando para ejecutarlas. Es más fácil ser tornero, quiosquero o repartidor de pizzas que doctoras, pilotos de aviones que viajan al caribe, escritores de libros, como los de García Márquez, o constructores de edificios al lado del mar y de cuarenta pisos.