Entre asombrado y divertido veo, al pasar por el frente en esta noche del día número nueve de febrero, a casi dos meses ya de la pasada navidad, las coloridas luces de una estrella de Belén y algún otro símbolo típico de esas festividades, brillar en el balcón del palacete municipal. Podría, y bastante apresurado sería de mi parte, relacionar este hecho con la presente crisis energética que vive el país. Trance que llevó incluso a un tremendo desbarajuste nacional con eso del cambio de hora. Podría, pero ahí nomás argumentarían algunos, en defensa de la perpetuidad de la ornamentación, y con bastante razón, que tan pequeños juegos de luces, importados de la China, brillantes de rojos y verdes, consumen menos energía que la que gasta mi pc al escribir esta maliciosa crónica. Entonces no.
Más bien me inclino a pensar que toda esa resistencia al retiro de los sacros símbolos se debe a que procuran mantenerlos ahí para exorcizar a todos los males, ya sea por demonios, deudas o fechorías varias que dejaron los anteriores, y nefastos, habitantes de tan tenebroso palacio. O bien podría ser que fueron dejadas ahí para engañar a los transeúntes con sus colores, haciéndoles creer que todo brilla, mientras por adentro de tan vapuleado inmueble todo es oscurantismo y tenebrosidad.
Como sea que fuere, lo cierto es que la estrella de Belén está ahí, en el balcón, y con alguna intención debe haber sido dejada en ese lugar... espero que no para figurar que a cierta oficina de más abajo haya llegado un mesías libertador, redentor e iluminado... nada menos.